Por Jesús Sánchez Lambás, publicado en El Norte de Castilla
Los estudiantes de Derecho de la Universidad de Valladolid de los años 70 teníamos entre nuestras pesadillas la obra de Ramón Tamames sobre la estructura económica de España, libro benemérito que nos acercó a jóvenes iletrados al mundo de la economía que, para algunos, siguió siendo cosa extraña. Allí aprendimos que después de nuestra Guerra Civil, y ante el aislamiento internacional, la dictadura militar decidió sumir al país en un sistema autárquico de autoabastecimiento.
En esa misma España que aspiraba al ingreso en la Comunidad Económica Europea, descubrimos que para transformar la España de las autonomías y de la Constitución de la Transición necesitábamos modernizar el Estado heredado del tardofranquismo y su administración. Entonces fue un lugar común en empresas y administraciones públicas que la externalización de servicios constituía la eficiencia para integrarnos en lo que en el resto del mundo occidental ya se había convertido desde los años 50 en un estándar generalizado en lo público y en lo privado, y que se ha mantenido hasta hoy.
Sin rupturas pasamos a conservar el aparato del Estado en lo esencial y después de desarrollar las leyes orgánicas que sometían al dominio público el agua, las minas el espacio radioeléctrico, etcétera, dejando a la Administración la función regulatoria y la fiscalización, y al mercado, la gestión. Así nos aceptaron en Europa, no solo a las administraciones, también a nuestras empresas. Y así surgió un complejo entramado de compañías eficientes, unas grandes, capaces de cubrir varios o todos lo servicios; otras pequeñas pero muy especializadas, y la gran mayoría, líderes en su sector. Crearon riqueza, empleo y financiaron, con sus beneficios, el crecimiento milagroso.
Después de 20 años de gestión privada, el mejor elogio es que nuestra agua, la de Valladolid, es de calidad y tiene un precio asombrosamente bajo. Sabiendo todos igualmente que lejos de financiarse como (casi) todas las cosas públicas con impuestos, genera un ingreso de más de seis ceros al año a las arcas públicas. Es bueno, se mantienen las inversiones, no incrementa los impuestos y genera ingresos al municipio para cumplir sus responsabilidades en otras áreas de interés social y de protección de los más necesitados.
Entonces, ¿por qué cambiar algo que funciona? ¿Después vendrán los servicios funerarios, la recogida de residuos, la limpieza...? En fin, la autarquía, y podremos instalar molinos de viento en el Pisuerga y generar la electricidad.
Dentro de unos años, cuando los servicios públicos hasta ahora eficientemente prestados por empresas privadas, controladas y fiscalizadas por nuestros ayuntamientos, generen, como ha ocurrido en otros sectores, otro desfase equivalente al uno por ciento del PIB, tendremos que sufragarlo, con recortes sociales y más impuestos.
Preocupa la política cuando no está desde la racionalidad al servicio de los ciudadanos y del interés general. Es, además, doloroso cuando en ese proceso se implica una formación política que ha liderado la construcción y modernización del país, que tiene en el Ayuntamiento de Valladolid una de sus páginas históricas más brillantes desde la Primera República, al alcalde Quintana en la Segunda, y a los que desempeñaron el cargo con la democracia.
La transformación de las administraciones públicas ya desde hace unos años ha evolucionado a modelos de colaboración entre lo público y lo privado, como corresponde a los principios de eficiencia, para la aplicación de los recursos públicos a las políticas sociales y de redistribución de la riqueza.
Donde los sistemas concesionales no son la solución, los ayuntamientos y otras administraciones públicas han acometido el modelo de sociedades mixtas. Así desempeñan la doble función de ser el regulador y ser el empresario, pero con socios especializados en la materia.
Desde la perspectiva del Derecho de la Competencia (pilar del mercado que protege a los consumidores y sitúa en igualdad de condiciones a las empresas) las directivas comunitarias imponen modelos donde se ha de repercutir el coste real al usuario, al igual que el que contamina, paga. La comisaria europea de Competencia tendrá que pronunciarse sobre este proceso de internalización de servicios públicos, quebrantando las reglas del mercado y creando sociedades o entes solo municipales, incurriendo en la llamada contratación ‘in house providing'.
También tendrán que intervenir la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, y el Tribunal para la Defensa de la Competencia de Castilla y León, sentada la premisa de que el Ayuntamiento no dispone de la tecnología, la informática, ni el personal (los trabajadores es una de las cuestiones más graves de este asunto y espero poderle dedicar un artículo asistido por especialistas en la materia). El Ayuntamiento, en lugar de una concesión tendrá, como digo, que convocar un sinfín de contratas para cubrir el muy complejo ciclo integral del agua.
Hasta donde podemos conocer la tramitación del proceso no se ha ajustado a las prescripciones legales, pero de todas ellas, cuestiones de Derecho Administrativo no menores, aquí solo me centro en la fundamental: justificar las razones.