Por Valeriano Gómez
En un decisión considerada crucial para el final definitivo del sistema monetario global construido a lo largo de más de un siglo alrededor del patrón oro, Inglaterra decidió en 1931 abandonar la vinculación legal de la libra esterlina a una tasa fija respecto del valor del oro. La etapa de pertenencia británica al patrón oro, una vez concluida la Primera Guerra Mundial, había durado algo más de un lustro mostrando a todos las enormes dificultades económicas y, también políticas, derivadas del mantenimiento de un tipo de cambio fijo para una economía como la británica cuyo papel hegemónico en la economía y las finanzas globales había comenzado a declinar irremisiblemente tras el final de la Gran Guerra.
Aunque el intento de regreso al patrón oro había durado apenas seis años, las dificultades para la permanencia en él de la libra, con un tipo de conversión igual al existente antes de la Guerra, se habían puesto de manifiesto muy poco tiempo después de tomada la decisión. Fueron muchos, J.M. Keynes entre ellos, los que criticaron la medida, adoptada por el gobierno en 1925 con Churchill a cargo del Ministerio de Hacienda, anticipando las dificultades que el restablecimiento de un tipo de cambio claramente sobrevaluado acarrearía sobre la capacidad de crecimiento de la economía británica.
A la altura de 1929 en su comparecencia en el Comité Macmillan, Keynes advirtió de forma premonitoria sobre las dificultades de orden político para llevar a cabo un proceso de devaluación interna como el que, así lo creía, necesitaba el Reino Unido para sostener su retorno al patrón oro al tipo de cambio elegido. “Mi interpretación de la historia (decía Keynes) es que durante siglos ha existido una intensa resistencia social a cualquier forma de reducción en el nivel de ingresos monetarios. Creo que, más allá de los ajustes debidos a fluctuaciones cíclicas no ha habido nunca en la historia moderna o antigua ninguna comunidad que haya estado preparada para aceptar sin inmensa resistencia una reducción en el nivel general del ingreso monetario. La ... deflación que siguió a las Guerras Napoleónicas ... fue la única hasta ahora, la única que dejó al país al borde de la revolución”.
En un contexto como el que hoy vive la economía de la eurozona -con la imposición de políticas de austeridad y de devaluación salarial que están detrás del desapego hacia el proyecto europeo que hoy experimentan buena parte de sus sociedades- no resulta difícil evocar la enorme trascendencia de aquellas palabras pronunciadas hace más de ochenta y cinco años. Forman parte de la gran conmoción que las ideas keynesianas suscitaron, primero, en la ciencia económica para terminar, después, influyendo decisivamente en la articulación de una respuesta eficaz y duradera a la Gran Depresión.
La inexistencia de un mecanismo de autorregulación de los mercados -"el fin de laisser-faire" como J.M. Keynes decidió titular uno de sus ensayos cortos más influyentes- y la necesidad de articular instrumentos de actuación que hicieran frente a los episodios de inestabilidad financiera; la ineludible función del estado y la política fiscal a la hora de sacar a las economías que lo exigieran de una situación de recesión que podía prolongarse en el tiempo ante la insuficiencia de la demanda para salir de una situación de práctico equilibrio con altos niveles de desempleo; o el papel de la incertidumbre en la generación de una dinámica de ajuste en el gasto que hace que la economía entre y se mantenga demasiado tiempo en recesión o con bajos niveles de crecimiento, son aspectos cruciales de la obra de Keynes y se integraron muy pronto en el conjunto de herramientas de política económica utilizadas por los gobiernos durante los casi treinta años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Aunque, todo esto, en sí mismo, sería suficiente para conceder un lugar preeminente a la aportación keynesiana en el mundo de las ideas económicas, hay un ámbito de su obra que resulta imprescindible mantener como una de sus principales lecciones: su rechazo frontal a los términos en que se articuló la paz tras el conflicto bélico más intenso que el mundo había vivido a lo largo de su historia. La denuncia contra el Tratado de Versalles articulada por J. M. Keynes en "Las consecuencias económicas de la paz", no pudo evitar la imposición de una paz cartaginesa sobre las potencias centrales (Alemania y Austria-Hungria) que está detrás de las penurias económicas que asolaron Europa en aquella época y que pavimentaron el camino hacia el ascenso del fascismo en Alemania y el estallido de una nueva y más destructiva guerra.
Sin embargo, la fuerza persuasiva de aquella formidable crítica extendió su influencia hasta después de la Segunda Guerra y contribuyó de forma esencial al diseño de una de las etapas más fructíferas en la historia mundial. Una paz sin reparaciones para dejar a un lado esa sensación de fracaso colectivo que la imposición de obligaciones imposibles de cumplir genera en las sociedades afectadas, y que termina alimentando una voluntad de revancha que puede llegar a convertirse en insuperable. Una paz que acabará con la expansión colonial y que dará paso a decenas de nuevas naciones en el concierto mundial. Y una paz, también, que dará comienzo a un periodo de consolidación definitiva de los estados de bienestar en Europa y en los países más avanzados, en el que las democracias abrieron sus puertas a los avances sociales y convirtieron los ideales de libertad e igualdad en realidades definidas por primera vez en una parte significativa de la humanidad, la más avanzada económicamente.
Si hoy merece la pena recordar este itinerario es porque, tras más de tres décadas de ostracismo, la fuerza de las ideas keynesianas vuelve a resurgir y, como ya ocurriera con su visión de la reconstrucción del mundo tras la guerra, recobra todo su vigor ante la magnitud de la recesión y las dificultades para combatirla, al menos, con el instrumental hasta hoy prescrito en el ámbito europeo.
Hace algunos años, el historiador económico Barry Eichengreen subrayó, al igual que Keynes, el hecho de que el patrón oro no pudo sobrevivir en lo esencial por la dificultad de imponer devaluaciones internas en un marco como el existente durante el primer tercio del siglo XX tras la Primera Guerra Mundial. Un marco en el que los sindicatos, que comenzaban a tener un alto nivel de fortaleza, tenían la costumbre -se supone que no mala costumbre- de defender los salarios y la dignidad en las condiciones laborales de los trabajadores reduciendo así los niveles de flexibilidad necesarios para la rapidez en los ajustes inherentes al sostenimiento del patrón oro.
Es importante recordarlo ahora porque si el diseño de la moneda solo deja como único espacio práctico la senda de la austeridad y la devaluación salarial, si esto es lo que nos espera cuando se necesite hacer frente a este tipo de dificultades, entonces la moneda única europea no sobrevivirá porque perderá en muy poco tiempo, algo que ya está sucediendo, el apoyo social que el euro, como cualquier régimen monetario, necesita.
En un marco como el que caracteriza a la eurozona tras la crisis, la teoría estándar plantea como respuesta la política de reformas estructurales para dotar de mayor flexibilidad a los mercados empezando, cómo no, por el mercado de trabajo. Los argumentos económicos son fuertes, sí, pero la letra pequeña es dura. Implica recortes salariales, estrechar el papel protector del seguro de desempleo, congelar o reducir los salarios mínimos y cambiar la regulación para facilitar el despido de trabajadores. Todo esto nos suena. Al fin y al cabo es lo que se ha hecho en España durante los últimos años. Pero la historia continua y su resultado es la proliferación de distintas formas de respuesta social y política que incluyen el ascenso en la opinión pública y en el arco parlamentario europeo de fuerzas políticas de derecha o de izquierda en las que el territorio común a unas y otras es la salida de la eurozona, o su inevitable ruptura.
Las consecuencias en términos económicos de esta vía deflacionaria que se impone en la eurozona, ante la inexistencia de mecanismos de estabilización del ciclo entre las diversas áreas, son visibles. El euro ha fallado estrepitosamente en cumplir la principal promesa realizada tras su creación: que la unión monetaria llevaría a más crecimiento económico y mayor creación de empleo. No podemos conocer cuál sería la respuesta de Keynes en las actuales circunstancias. Lo que sí sabemos es que las recetas económicas y políticas que Keynes contribuyó a rechazar son, en lo fundamental, las que hoy se siguen aplicando, con los resultados que conocemos, en el conjunto de la eurozona.