Publicado por Valeriano Gómez y Santos M. Ruesga Benito en El Confidencial
El debate sobre los efectos económicos y sociales de la implantación de salarios mínimos es, seguramente, uno de los más tradicionales en el ámbito de la economía laboral. Para unos, la mera existencia de salarios mínimos tendría efectos absolutamente negativos sobre el empleo. Al fin y al cabo, se sostiene, los costes laborales son esenciales en la demanda de trabajo por parte de las empresas. Desde esta perspectiva, una elevación del Salario Mínimo Interprofesional impulsaría a las empresas a reducir empleos o tiempo de trabajo para mantener un nivel adecuado de producción y beneficios, afectando negativamente a aquellos a los que pretende beneficiar, los trabajadores con bajos salarios.
Frente a ellos, los defensores de la legislación sobre salario mínimo destacan los efectos beneficiosos dentro de las empresas y del conjunto de la economía de una reducción de las diferencias salariales con el consiguiente descenso de las desigualdades. Recuerdan la mayor propensión al consumo de los trabajadores con salarios más bajos y el consiguiente incremento en la demanda y, algo no menos importante, subrayan los efectos positivos sobre la productividad y la reducción de los costes de formación y adiestramiento de los trabajadores que genera una legislación protectora del salario mínimo.
Aunque, los argumentos vinculados a los beneficios económicos de la equidad y la justicia social no han tenido un lugar de preferencia en este tipo de debates, lo cierto es que algo está cambiando durante los últimos años. El acusado descenso en la capacidad de acción de las organizaciones sindicales a través de la negociación colectiva, la tendencia general hacia la reducción de la participación de los salarios en la renta (un fenómeno que viene a mostrar las dificultades en la transmisión de los aumentos de productividad hacia los salarios) o la extensión de la pobreza laboral y las dificultades para el mantenimiento de un nivel de vida digno, incluso entre aquellos que disfrutan de empleo, han vuelto a situar la política sobre el salario mínimo como una de las principales preocupaciones en la sociedades mas avanzadas.
A lo largo de los últimos años tres países europeos han sucumbido a una larga tradición de ausencia de regulación del salario mínimo. Reino Unido (durante el Gobierno de Blair en 1999), Irlanda (en el año 2000) y Alemania (en 2015 tras su introducción a iniciativa socialdemócrata en el programa del gobierno de coalición con los democratacristianos) han sido las últimas incorporaciones a una larga lista de países con salarios mínimos legales que comenzó en Nueva Zelanda hace más de un siglo.
No hay evidencia empírica destacable respecto a que en los países antes citados haya habido efectos negativos sobre el empleo, ni siquiera para el segmento de los trabajadores menos cualificados. Los salarios mínimos establecidos en los tres países señalados han sido, por cierto, muy superiores a los regulados en España. En Alemania el SMI vigente durante 2016, expresado en 12 pagas mensuales, es de 1.440 euros (casi el doble que los 764 euros mensuales de España también expresados en 12 pagas anuales), e incluso es aun mayor el correspondiente al Reino Unido (1.512,4 euros mensuales). Pero es Irlanda, entre los tres países con regulaciones de salario mínimo más recientes, el país que ostenta el nivel más alto, 1.546,4 euros mensuales en 2016.
La evolución del SMI en España a lo largo de las últimas tres décadas puede ser ilustrativa al menos en tres aspectos clave. En primer lugar, las cuantías del salario mínimo se han mantenido sistemáticamente en los últimos lugares entre los países de europeos (excluidos los países del Este de Europa). Antes de la crisis incluso economías con productividades del trabajo mucho más bajas que la española, Grecia sin ir más lejos, han tenido salarios mínimos superiores al español.
En segundo lugar, a pesar de la evolución descrita, el desempleo juvenil, uno de los indicadores que podría resultar positivamente afectado por una política de salario mínimo no demasiado “agresiva” se ha mantenido en niveles altos e incluso hoy sigue ostentando las posiciones más destacadas en la eurozona junto con Grecia.
Y, en tercer lugar, las distancias entre el salario mínimo vigente en España y el correspondiente a las principales economías europeas no se explican por las diferencias en la productividad del trabajo. Por ejemplo, nuestro SMI es prácticamente la mitad del vigente en Francia, Alemania o el Reino Unido y sin embargo la productividad del trabajo de España es solo inferior respecto de ellas en una banda de entre el 10% y el 30%.
Es en este contexto en el que hay que situar el acuerdo alcanzado hace unos días entre el Gobierno y el principal partido de la oposición, el PSOE. No es la primera vez que la política de salario mínimo alcanza un nivel de preferencia en la política laboral. En el periodo 2004-2008 se llevó a cabo la mayor subida progresiva que en España haya registrado nunca el SMI. Aquella política permitió un ascenso acumulado en cuatro años de alrededor del 35% en la cuantía del SMI. Pero se interrumpió con la crisis. Incluso en algunos años de la legislatura 2011-2015, el gobierno del PP llegó a congelar su cuantía, en dos ocasiones, algo que nunca antes había sucedido desde que existe salario mínimo en España. Por eso hay que saludar con confianza que hoy vuelva a ser posible el comienzo de una nueva etapa que permita avanzar en los próximos años hacia un nivel del salario mínimo adecuado en el plano económico y también en el terreno social. Alcanzar durante el próximo lustro un salario mínimo cercano a los 1000 euros anuales debe ser posible si nuestra economía logra crecer sin descuidar la equidad.
No sabemos con precisión cuantos trabajadores perciben salarios iguales al salario mínimo interprofesional. Es muy probable que la cifra de 600.000 perceptores de salarios similares al SMI (por supuesto nos referimos a asalariados que trabajan a tiempo completo o que aun no haciéndolo sus salario/hora sea igual al SMI) haya crecido significativamente con la crisis y, junto a ello, la expansión del trabajo precario y no siempre cubierto por la negociación colectiva ha incrementado los niveles de desigualdad salarial. Lo que esta subida del 8% en el SMI para el año próximo envía es una señal a todos los operadores económicos sociales para que trasladen al salario una buena parte de las ganancias de productividad que se generen el futuro, porque si la participación de las rentas del trabajo en el conjunto de la renta es hoy declinante, y no solo en España, no solo se debe solo a la intensidad de la destrucción de empleo sino a una insuficiente mejora en los niveles salariales que ya era muy perceptible con anterioridad al estallido de la crisis en 2008.
En el año 2004 se creó un indicador, el IPREM, destinado a sustituir al SMI como elemento de referencia en el conjunto de las políticas públicas de gasto y transferencias a las familias. Con ello se trataba de hacer posible llevar a cabo subidas importantes del SMI sin presionar al alza sobre el gasto público. Esto es lo que sucederá también hoy si España mantiene el pulso de esta estrategia que se inicia con la fijación del SMI para 2017 y que debe continuar en años sucesivos. Pero además, hay algo que no debemos olvidar en un momento como el que actualmente atraviesa nuestro sistema de seguridad social. El SMI es el suelo de las cotizaciones al sistema. Una subida del 8% en el SMI producirá por sí misma un ascenso en los ingresos superior a los 300 millones de euros anuales. No es mucho teniendo en cuenta la situación del déficit actual. Pero sumados a una estrategia de elevación de los topes máximos de cotización, también contemplada en el acuerdo entre el PSOE y el Gobierno y que debe desarrollarse en el Pacto de Toledo y el diálogo social, y a una reducción sustancial de los estímulos en las cotizaciones actualmente sufragadas por el sistema de seguridad social, puede ayudar a reducir los desequilibrios financieros durante los próximos años. Esta es la otra cara del papel del Salario Mínimo que casi siempre se olvida y que tras una etapa de intensa devaluación salarial resulta esencial en la dinámica financiera de nuestro sistema de pensiones.