Una nueva edición de la Asamblea General de Naciones Unidas, la número 78, ha llegado a su fin. Su mensaje principal fue sintetizado por el secretario general António Guterres: “La humanidad ha abierto las puertas del infierno”. Sin duda, es fiel reflejo del grave momento que vive la sociedad internacional ante un desafío que, atendiendo a los vaticinios más pesimistas, nos sitúa a las puertas del holocausto climático.
En múltiples ocasiones se ha criticado a Naciones Unidas por su “inoperancia”, su falta de progresos en la solución de los grandes focos de tensión y conflictos, sobre todo militares y civiles, que siguen determinando una abultada agenda de asuntos pendientes. Sin embargo, cabe reconocer que en cuanto al clima y pese a las dificultades ha logrado erigirse como un referente clave tanto de la sensibilización como de la concepción y dinamización de políticas.
Otro tanto podríamos decir de las capacidades construidas en la ONU para proporcionar alimentos, refugio y atención médica a millones de personas atrapadas en los conflictos militares, como en Ucrania, Sudán, Siria, Libia o Somalia, entre otros.
Y también en el ámbito del desarrollo, la ONU ha establecido multitud de iniciativas que han permitido que el concepto de “desarrollo sostenible” impregne las políticas de los países, al ritmo que cada cual soberanamente decide, claro está. Como referentes universales figuran los ODS o la Agenda 2030.
Estos tres ejes son claramente perceptibles en el alargamiento del papel y la presencia de Naciones Unidas en la sociedad internacional, tanto que puede decirse que han transformado gradual y progresivamente a la propia organización resaltando facetas y contenidos que no formaban parte central de su misión fundacional.
Asimismo, en las décadas transcurridas desde 1945 han surgido múltiples organismos multilaterales que unas veces complementan y otras laminan a la propia ONU. Y también, la situación internacional ha experimentado profundos cambios con respecto a las estructuras de poder de entonces, traduciéndose en disfunciones e hipotecas que lastran su funcionamiento.
Reforma de la ONU
Si queremos lograr que la ONU siga ocupando un papel central en el sistema vigente de relaciones internacionales y evitar que poco a poco se oriente hacia la periferia, no debiera demorarse su reforma. Esta figura en agenda desde hace demasiado tiempo y crece el riesgo de quedar reducida paulatinamente a una entidad meramente coordinadora de respuestas a las crisis mundiales.
A esta Asamblea General de la ONU, cuatro de los cinco líderes de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad no asistieron (China, Francia, Reino Unido y Rusia). Solo el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, hizo acto de presencia. António Guterres restó importancia a este dato, pero pudiera ser indicativo de una pérdida de interés en este foro y en consecuencia de lo frágil de los compromisos aquí aceptados.
Reformar un mastodonte burocrático como es la ONU no es tarea fácil. Los equilibrios en su seno son frágiles y en momentos como el presente, de eclosión de grandes tensiones estratégicas, el propósito se dificulta aún más.
Desde su fundación hasta hoy día, ha multiplicado por cuatro el número de los estados miembros y cuenta con estructuras que abarcan a la práctica totalidad de las dimensiones de la actividad humana. Ha crecido, por tanto, como expresión de un importante esfuerzo de adaptación a los cambios dentro de los parámetros y límites marcados por los estados miembros. Y es posible –y deseable- que esa evolución se mantenga, en especial complementando la rotación regional con la rotación de género en sus máximas instancias: solo 4 de los 78 presidentes de la Asamblea General han sido mujeres.
La importancia de la Asamblea, el máximo órgano político y de representación de la ONU, ha crecido con los años y ejerce cada día más visiblemente el papel de contrapeso de otros órganos, en especial, el Consejo de Seguridad, el más inmóvil de todos. Es aquí donde los países más pequeños y vulnerables amenazan con revolverse contra el statu quo.
Desde el punto de vista del procedimiento, la reforma requiere modificar la Carta de las Naciones Unidas. Para ello se necesita la aprobación de dos tercios de los miembros de la Asamblea General y la ratificación de sus parlamentos, incluidas las de todos los cinco miembros permanentes.
Solo ha ocurrido una vez en relación con el Consejo (en 1965, cuando el número de miembros pasó de 11 a 15 y el umbral de votación aumentó en consecuencia). Desde el punto de vista político, uno de los mayores obstáculos es la falta de acuerdo dentro de las regiones sobre quién debe acceder al escaño permanente.
El poder colectivo del sistema de la ONU en su conjunto saldría reforzado de una hipotética reforma que debe reflejar la evolución de la realidad internacional y dotar a la organización de medios más resolutivos para afrontar esos conflictos de larga duración como los de Palestina y Cachemira, que siguen sin resolverse, mientras las crisis se acumulan: Afganistán, Etiopía, Haití, Myanmar, Sudán, Siria, Ucrania.
La reforma no solo debe servir para retratar mejor el mundo presente, también para reforzar la capacidad de provisión de paz y seguridad de la ONU.
En esa renovación, la ONU debe tener en cuenta los nuevos protagonismos, ejerciendo un labor de integración de nuevas instituciones –muy especialmente las financieras internacionales que tanto pueden hacer en materia de desarrollo-, pero también la sociedad civil y los actores no estatales que, por lo general, son especialmente activos en la incorporación a la agenda de muchos asuntos que los estados abordan con más reticencia. La transformación más profunda de la comunidad internacional en las últimas décadas no ha sido el realineamiento geopolítico sino, probablemente, el auge de esos actores.
Propuestas como la creación de un defensor de alto nivel de la sociedad civil, una mayor dotación de recursos para los grupos de base o una estrategia global de compromiso, representan líneas de acción que cabría asumir para trascender el énfasis tradicional de un sistema internacional que sigue estando obstinadamente centrado en el Estado.
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