Es probable que ningún asesor advirtiera a Pedro Sánchez que imponer de la noche a la mañana un impuesto-gravamen a bancos y energéticas podía hacer coincidir sus políticas con las de Viktor Orban, primer ministro de Hungría, sin duda uno de los personajes que más rechazo le produce al presidente español e izquierda en general. Orban, entre otras cosas, rechaza el matrimonio homosexual, lo cual le sitúa en las antípodas ideológicas del Gobierno.
O quizá sí le informaron. Tal vez, incluso le copiaron la idea a la carrera. Quién sabe si la medida anunciada en España el 12 de julio no fuera sino un plagio barato de la adoptada en Hungría poco antes.
Consecuencias de las políticas erráticas y las prisas por anunciar un golpe de efecto populista que, entre otras cosas, contradice algunas de las actuaciones más recientes del Ejecutivo. Sólo hay que remitirse al incentivo de 20 céntimos/litro a los carburantes, anunciado en abril y vigente hasta el 30 de septiembre, salvo novedades. Incentivo por los elevadísimos precios de la gasolina, pero castigo a los bancos por la inflación.
Hungría es un país donde en 2010, el 52% del electorado votó por el poco menos que inclasificable partido Fidesz - Unión Cívica Húngara liderado por Viktor Orban, que es considerado de ultraderecha por cuestiones como su antieuropeísmo o la colocación de valla en la frontera con Serbia. Orban ya fue primer ministro en los años 1998-2002. Aplica unas curiosas políticas que algunos califican como ultraliberales, (como la fuerte bajada del impuesto de sociedades hasta el 9%) junto a otras de marcado intervencionismo. Entre ellas… un impuesto a las grandes compañías. Estado “iliberal”, le llaman.
La historia actual tiene una secuencia temporal muy interesante. El pasado 26 de mayo, el ministro de Fomento Económico húngaro, Martin Nagy, anunció la nueva figura fiscal sobre grandes corporaciones, asegurando que, en este ejercicio, su país recaudaría 2.040 millones de euros extra en 2022 y 2.080 en 2023. Aparecía así un repentino impuesto para frenar la inflación, que recaería sobre las grandes empresas, entre las que se apuntaba a bancos, aseguradoras y eléctricas. También, cadenas de supermercados, empresas agroalimentarias, aerolíneas o farmacéuticas.
En el caso húngaro, el impuesto extra se calcula sobre los ingresos netos del año fiscal anterior: margen y comisiones. Así, la base imposible de 2022 se calcularía con los ingresos netos de 2021 a la que se aplicaría una tasa del 10%. La de 2023 sería la establecida con los ingresos netos de 2022 y una tasa del 8%. Algunas estimaciones ya han afirmado que el impuesto equivaldría cada año al 37% aproximado del beneficio del conjunto en 2021. Una cifra enorme, que sin duda tendrá un impacto directo en la economía.
Como si se le hubiera encendido la luz al Gobierno, anunció el 12 de julio, en el Debate sobre el estado de la nación, dos impuestos temporales, sobre los beneficios de bancos y energéticas. Apenas 46 días después. Poco después, la propuesta era presentada como un gravamen sobre los ingresos, para evitar que se le denominara “impuesto”, tal como sí se hizo en el Congreso.
Para entidades financieras con más de 800 millones de euros anuales de ingresos, se aplicaría un 4,8% sobre margen de intereses y comisiones. Para energéticas que facturen más de 1.000 millones de euros, un 1,2% sobre las ventas.
Y con una propuesta de sanción para aquellas compañías que repercutan los costes en el cliente del 150% del total. Todo, supervisado por la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia (CNMC), y el Banco de España.
Hungría es el único país que tiene una medida de este calado. Otros como Francia, Bélgica, Italia… también tienen disposiciones similares, pero se trata en casi todos los casos de ejemplos simbólicos o mucho menos llamativos.
Un tono muy distinto
Claro que la situación España-Hungría no es la misma. Para empezar, está la cuestión del tono. Pedro Sánchez, presidente español, acusó a bancos y energéticas de llevarse “beneficios caídos del cielo”. Apuntó con el dedo a algunos presidentes de empresas del Ibex. Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, señaló a las corporaciones de ser las culpables de la inflación. Y algunos portavoces de los socios de Gobierno, como Pablo Echenique, solicitaron “mano dura” con las empresas que repercutieran los costes a sus clientes, con sanciones por la vía penal.
En Hungría, se amplió el abanico de sectores afectados, en una llamada colectiva a contener la inflación. Pero ni mucho menos se estigmatizó a sectores, acusándoles de lograr ganancias sin esfuerzo o de causar la presión sobre los precios. En Hungría, la empresa goza de buen trato. Por ejemplo, la legislación laboral es muchísimo más favorable para las firmas empleadoras, gozando de gran flexibilidad para contratar.
Conviene insistir que, en España, la esperada mejora de ingresos de los bancos llega por su actividad orgánica, que respira por fin con unos tipos de interés no negativos, que imposibilitaban la rentabilidad. En ningún caso se trata de ingresos (y menos aún, beneficios) no contemplados o extraordinarios.
Pero, además, los magiares tienen el segundo impuesto de sociedades más bajo de toda la Unión Europea, con sólo un 9,9%, frente el 24,8% efectivo de España. Sólo Bulgaria tiene un tipo más bajo, con un 9,1%. Sin embargo, según afirma el Instituto de Estudios Económicos (IEE), que emplea datos de la OCDE, “el tipo efectivo sobre sociedades en España es un 23% superior al tipo efectivo medio de la Unión Europea, que es del 20,1%”.
Conforme esta fuente, España es el séptimo país de la unión con los impuestos a las empresas más altos, sólo superada por Bélgica, Alemania, Portugal, Grecia, Francia y Malta. Hungría es un país de baja fiscalidad, como siempre ha pregonado Orban, para atraer inversión extranjera.
Así, cuenta con muchas otras ventajas fiscales: deducciones de todo tipo, impuesto cero sobre los dividendos e intereses o más de 70 tratados de doble imposición. En cambio, la banca española soporta un tipo especial de sociedades del 30%, una restricción a la exención de dividendos o el Impuesto sobre los Depósitos de las Entidades de Créditos (IDEC). Sin olvidar las aportaciones al Fondo de Garantía de Depósitos (FGD) y la reciente asunción por ley de los Actos Jurídicos Documentados (AJD), en la firma de hipotecas. La mismísima CECA denunciaba a finales de 2021 un tipo impositivo medio de sus entidades adheridas superior al 53%. Escalofriante, podría decirse. Muchas de ellas se verán afectadas por la nueva medida del Gobierno: CaixaBank, Kutxabank, Abanca, Unicaja e Ibercaja.
La banca es, sin duda, “el sector que más impuestos paga en España”, o al menos, eso afirmaba Pablo González, director general financiero de Unicaja Banco, preguntado por esta cuestión en la presentación a analistas de sus resultados semestrales.
¿Es Hungría un ejemplo a seguir por Pedro Sánchez? No debería, porque, dejando de lado que pregona medidas liberales, su economía precisó de un fuerte rescate financiero en 2008. Está claro que adolece de los cimientos necesarios para ser considerado un país líder. En 2010, en lugar de realizar los ajustes estructurales que le demandaban desde Europa, aplicó impuestos especiales a las cadenas de supermercados y también a los bancos.
Se trata, por tanto, de un país con políticas algo erráticas y personalistas, no bien vistas en los foros internacionales. Hungría es contemplada con mucha prudencia por la comunidad inversora, por la inseguridad jurídica que destila.
“Hungría no debería ser el espejo en el que se refleje España”, señala Jesús Sánchez Lambás, vicepresidente Ejecutivo del Instituto Coordenadas. “Nuestro país ha gozado siempre de prestigio democrático internacional y en estos momentos es más importante que nunca lanzar un mensaje a la comunidad internacional de seriedad, congruencia y estabilidad”.
La asociación bancaria húngara ha criticado la presión a las empresas de su sector, apuntando que se verán perjudicados tanto el crédito como el flujo de inversiones foráneas. Además, no se descarta que los bancos internacionales presentes en el país se planteen marcharse.
Y eso que los tipos de interés comenzaron a subir hace dos años en Hungría, lo que ha permitido que las entidades mejoren claramente sus cifras. La rentabilidad sobre recursos propios (ROE) ronda el 12%, mientras que el coste de capital es del 8%. En España, hay tipos negativos desde 2016 y sólo este año el Euribor se ha situado de nuevo en terreno positivo. Es decir, como ya se ha apuntado, la banca doméstica todavía no gana dinero con su negocio recurrente. Está previsto que lo haga en 2023 y sin grandes alardes.
Sin duda, imitar a Hungría no es la mejor de las ideas, entre otras cosas, porque no se dan las mismas circunstancias. El gravamen a la banca es una mezcla de improvisación, desconocimiento y populismo. Una mala copia de la medida húngara. Veremos dónde llega y qué consecuencias acarrea.
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