El Instituto Coordenadas de Gobernanza y Economía Aplicada ha creado el Grupo de Trabajo Historia de España a Debate focalizado en el estudio de los mitos y realidades de la conquista de América, que ha elaborado una serie de análisis sobre esta cuestión que hace públicos como elementos para ese debate más amplio en el que están participando instituciones de todo tipo y que pretende aclarar la realidad de nuestro pasado histórico.

El cuarto análisis se centra en la figura de Hernán Cortes. En 1519, el gobernador de Cuba Diego Velázquez autorizó a Hernán Cortés a dirigir una expedición con objeto de explorar, no de invadir, el continente. Una vez que sus quinientos hombres desembarcaron en tierra firme, Cortés barrenó la mayoría de sus once naves y fundó la ciudad fantasma de Veracruz cuyo cabildo otorgó una pátina de legalidad a sus acciones. No obstante, la aprobación del monarca, dando por buena su revuelta contra Velázquez y su guerra contra los aztecas, no se produciría hasta seis años después.

Los invasores se movieron lentamente hacia la capital de lo que era -pronto lo descubrirían- un imperio con millones de súbditos tributarios, sobre los que recaía también la demanda de numerosas víctimas para los sacrificios humanos. Hernán Cortés aprovechó el resentimiento de los pueblos sometidos a los aztecas para unirlos a su causa. Los españoles eran pocos y mal equipados. Sus espadas largas de acero y las lanzas eran mucho más eficaces que los garrotes con obsidiana incrustada que usaban los indígenas. Pero las armaduras suponían un estorbo, el efecto de los escasos arcabuces y lombardas era más psicológico que real y los caballos, escasos, de poca utilidad. Entonces, ¿cómo pudieron vencer a los aztecas?

El pensamiento de los indígenas les predisponía a recibir a los extranjeros con hospitalidad, no exenta de temor. Apreciaban a los españoles como aliados potenciales, pero no subestimaban su potencial amenaza. Procuraron ganarse su amistad, con alimentos y mujeres, y pusieron a prueba su valía militar en combate antes de adoptarlos como aliados. Eso fue lo que hicieron los tlaxcaltecas, los principales enemigos de los aztecas, al demandar la participación de los españoles en la masacre de sus odiados vecinos en la ciudad de Cholula. Hernán Cortés y sus huestes querían llegar cuanto antes al valle de México y enfrentarse a Moctezuma con tantos aliados indígenas como fuera posible. Estos ansiaban ver salir a los españoles, pero los necesitaban para derribar al imperio azteca. La iniciativa de forjar la alianza que acabó derribando al imperio azteca no partió de Hernán Cortés, que nada sabía de la política indígena e ignoraba las lenguas nativas. Se ayudó de una mujer indígena, llamada Doña Marina por los españoles y Malinche por los nahuas, que actuó como su intérprete, guía y estratega.

Cuando Hernán Cortés se encontró por fin con Moctezuma el 8 de noviembre de 1519, el emperador azteca lo recibió con un discurso de bienvenida que el conquistador interpretó como un acto de rendición. La visión de la empalizada de la plaza de Tenochtitlan donde los aztecas colocaban los cráneos de los prisioneros a los que habían arrancado el corazón y la cabeza, hizo que los españoles, muy inferiores en número, pronto recurrieran a la traición y el terror como estrategia frente a los peligros que les acechaban.

En un sorpresivo golpe de Estado Cortés apresó y encarceló a Moctezuma, ordenando que cualquiera que amenazara a los españoles fuese despedazado y arrojado a los perros. Durante los ocho meses siguientes, los invasores españoles y tlaxcaltecas sobrevivieron recluidos en el centro de Tenochtitlan con el temor de ser aniquilados. Mientras tanto, Hernán Cortés tuvo que desplazarse hasta la costa del golfo de México para enfrentarse a una compañía de partidarios de Velázquez enviados desde Cuba. Los derrotó y la mayoría de ellos se unieron a su expedición. Al regresar a Tenochtitlan, encontraron a los españoles a las órdenes de Pedro de Alvarado cercados por los guerreros aztecas. Desesperado, Hernán Cortés exhibió a Moctezuma ante la población, pero el gesto fracasó.  La “Noche Triste”, el 30 de junio de 1520, la mitad de los españoles y miles de sus aliados indígenas fueron masacrados mientras escapaban de Tenochtitlan.

Hernán Cortés y sus maltrechas fuerzas se reagruparon finalmente con la ayuda de los tlaxcaltecas, pero hubo de pasar todavía un año hasta que cayesen Tenochtitlan y Tlatelolco. Aislados y diezmados por el hambre y las enfermedades, los aztecas fueron atacados entonces por tierra y agua. Unos barcos armados con lombardas vigilaban el lago Texcoco y ayudaban a machacar las canoas de los guerreros aztecas supervivientes. Ni siquiera entonces Hernán Cortés se sintió lo bastante fuerte como para proclamar fin del imperio azteca y confirmó al heredero de Moctezuma como monarca. Las comunidades indígenas del extrarradio y la periferia del imperio hasta entonces intimidadas por los aztecas reanudaron la guerra y aumentaron el poder de los españoles, ya que al ser extranjeros y no estar directamente implicados podían actuar como árbitros en los conflictos.  

A fines de 1521 el imperio azteca estaba destruido y los españoles empezaron a usar su entramado de rutas comerciales, listas de tributos y relaciones entre las familias dirigentes hasta convertirlo en la estructura del virreinato de Nueva España, muy diferente de la homónima ibérica. Al igual que los aztecas habían empleado la fuerza, Hernán Cortés también se sirvió de ella -utilizando a los guerreros aztecas, supervivientes de la guerra, que se habían unido a otros aliados nahuas- para ampliar las fronteras de aquella entidad territorial integrada en el imperio español.

Dirigió personalmente una expedición a Honduras -que sería conquistada en la década de 1530 por Francisco de Montejo- y aprovechó la oportunidad para confirmar el desplazamiento de poder a sus propias manos al ejecutar al último emperador azteca, el prisionero Cuauhtémoc. La cadena de conquistas llevó rápidamente a los españoles por toda Mesoamérica y, poco después, hacia el Norte, a territorios de lo que hoy es el sudoeste de los Estados Unidos, y hacia el este, a través del Pacífico, a las que serían bautizadas como Islas Filipinas en honor de Felipe II.

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