Por Valeriano Gómez, exministro y vicepresidente y director general del Instituto Coordenadas de Gobernanza y Economía Aplicada
El reciente informe de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF), en el que volvía a insistir en la práctica imposibilidad de cumplimiento de las previsiones del Gobierno en el ámbito de nuestro Sistema de Seguridad Social, ha vuelto a resucitar uno de los grandes problemas con los que se enfrentan la economía y la sociedad españolas. Por cierto, no está de más subrayar que, con sus informes, la AIREF está cumpliendo un papel sobresaliente en el ámbito de su independencia y la profesionalidad de su actuación. Más allá de su diseño -soy de los que piensan que debe depender del Congreso de los Diputados y no del Gobierno- hay que destacar muy favorablemente la labor hasta ahora desarrollada.
Como es sabido, el equilibrio financiero de un sistema de pensiones de reparto, un sistema que, al fin y al cabo, se caracteriza porque empresarios y trabajadores a través de sus cotizaciones financian en cada momento del tiempo las pensiones de los jubilados, depende en el corto plazo del empleo existente y de los salarios.
Por supuesto, empleo y salarios son los que determinan el volumen de ingresos del sistema. El volumen de gasto está vinculado con la evolución del número de jubilados y con las características de las prestaciones de jubilación. Si el número de jubilados crece o lo hace la generosidad de las pensiones, el sistema debe encontrar nuevos equilibrios a través de la modificación de los ingresos por cotizaciones sociales. Ello se consigue a través del crecimiento de empleo o de la productividad (que al fin y al cabo termina por elevar los salarios, aunque con el tiempo también hará crecer la cuantía de la pensión media) y, en su defecto, mediante la modificación del tipo de cotización.
A lo largo del último medio siglo la evolución del sistema español de pensiones ha sido un magnífico ejemplo de capacidad de adaptación a las necesidades exigidas por la evolución económica y demográfica. Durante más de tres décadas las cotizaciones sociales excedieron largamente los gastos del sistema de pensiones e incluso, merece la pena recordarlo, fue posible financiar con ellas la expansión del sistema sanitario público durante las décadas de los sesenta y setenta y los primeros años ochenta del pasado siglo.
Conforme maduraba su configuración, algo más tardía que la de los sistemas de pensiones públicos en buena parte de Europa, los gastos del sistema español de pensiones iban creciendo paulatinamente y la financiación del sistema sanitario hubo de ser absorbida por el Estado a través de fuentes tributarias, algo por lo demás inherente a un sistema que, a partir de 1986 con la aprobación de la Ley General de Sanidad, dejaba de ser exclusivo de los que contribuían a través de cotizaciones, para convertirse en un modelo público de acceso universal para el conjunto de los ciudadanos.
Mediante sucesivas reformas, todas ellas llevadas a cabo con un amplio respaldo social y económico a través del diálogo con las organizaciones sindicales y empresariales (salvo la adoptada en 1985), el sistema español ha mostrado una extraordinaria capacidad de adaptación al conjunto de cambios que están alterando de forma crucial la configuración de las sociedades avanzadas. Es cierto que, más allá de las catastrofistas previsiones de aquellos que preconizaban su desaparición, las pensiones públicas están mostrando una gran capacidad de respuesta incluso en tiempos de crisis. En el caso español no está de más recordar que en lugar de registrar una preocupante cercanía a la quiebra financiera -como pronosticaban buena parte de las previsiones realizadas durante los primeros años 90 del pasado siglo-, la Seguridad Social ha logrado transitar con éxito a lo largo de las últimas décadas y acumular hasta el año 2011 casi 70.000 millones en su Fondo de Reserva.
Entonces, y todavía ahora, muchos pronosticaron que solo los sistemas privados resistirían. Hoy sabemos que, por desgracia, muy pocos han logrado presentar rendimientos positivos durante el transcurso de los veinte últimos años: las pérdidas durante las crisis han sido de tal magnitud que han llegado a anular las ganancias obtenidas durante los años de auge (ello sin tener en cuenta los gastos y comisiones cargados sobre los asegurados, que superan muy ampliamente aquellos en que incurren las administraciones de la Seguridad Social, o los importantes apoyos fiscales soportados de forma casi siempre regresiva por el conjunto de los contribuyentes). Puede que, como tantas otras, esta lección termine siendo olvidada, pero ya hemos aprendido que los modelos privados no son, ni mucho menos, una alternativa superior a los modelos de pensiones de carácter contributivo y universal. Por supuesto, es mejor tener un sistema privado que funcione de forma complementaria que no tenerlo. Pero parece algo obvio a estas alturas que no podemos hacer descansar en el ámbito de la gestión privada la principal responsabilidad en la cobertura de las necesidades sociales durante la edad de jubilación.
Sin embargo, la intensidad de los ajustes llevados a cabo a lo largo de 2012 y 2013 y la todavía insuficiente recuperación en cuanto a cantidad -y de manera esencial también en términos de calidad- del nuevo empleo creado en 2014 y 2015, están amenazando el futuro a medio plazo de nuestro sistema de pensiones. En los tres últimos años, desde 2012 a 2014, el déficit del sistema de pensiones ha superado los 35.000 millones de euros, teniendo que apelar en una cantidad similar al Fondo de Reserva. Cuando se liquide el año 2014, la cuantía de las reservas del sistema rondarán los 40.000 millones (tengamos en cuenta que el Fondo también produce rendimientos procedentes de la inversión de sus depósitos en deuda pública). Las previsiones para 2015 no son mejores. El déficit previsto al final de año rondará los 12.000 millones de euros, que vendrán a recortar nuevamente el tamaño del fondo de reserva (que se reducirá prácticamente a la mitad del volumen que tenía al comenzar 2012).
Por supuesto, pese al discurso del Gobierno a lo largo del último año, lo que está detrás de este deterioro intenso en el nivel del Fondo de Reserva es, en primer lugar, la pérdida de afiliación a la seguridad social (pese al aumento experimentado en los últimos trimestres, el nivel de afiliados todavía está por debajo del existente hace cuatro años y es inferior en 2,4 millones a los niveles previos a la crisis). Si a ello se le añade, por un lado, la caída en las bases de cotización como consecuencia de la devaluación salarial llevada a cabo y, por otro, el deterioro en la cotización media derivada de la sustitución de empleo entre los que salen tras su jubilación y los que lo encuentran, de forma abrumadoramente alta a tiempo parcial y con salarios inferiores a los de los que se jubilan, el resultado es contundente: los ingresos por cotizaciones han caído a lo largo del último trienio en casi 5.000 millones anuales (mientras que el gasto anual ha crecido en una cuantía similar o superior). Incluso en el año 2.015, en que la afiliación ha crecido casi en el 3,2%, los ingresos por cotizaciones apenas han crecido al 1% (la diferencia tiene que ver con la reducción de las bases de cotización, el salario medio, entre los nuevos afiliados). Los defensores de la continuidad en las políticas de austeridad aplicadas en buena parte del continente durante este tiempo, harían bien en contemplar este preocupante futuro que se cierne para una de las principales prestaciones del estado de bienestar.
Lo cierto es que, a este ritmo, el Fondo de Reserva se consumirá en pocos años. Y, sin embargo, lo preocupante no es su agotamiento en sí. Al fin y al cabo el Fondo se creó precisamente para poder afrontar situaciones de desaceleración del crecimiento económico, o incluso de verdadero estancamiento, sin tener que recurrir a elevaciones en las cotizaciones sociales que tendrían que producirse en el peor momento posible, cuando la economía no crece y el empleo, por consiguiente, no debe encarecerse. Lo que resulta más preocupante es que todavía, no se haya impulsado un debate en profundidad sobre cómo articular un nuevo modelo de financiación a medio y largo plazo para nuestro sistema de pensiones (algo que ya se preveía en el Acuerdo Social y Económico que precedió a la reforma de nuestro sistema de pensiones en 2011).
No es previsible que, con los tipos de cotización actuales, los ingresos del sistema superen el 10% del PIB. Pero los gastos rebasarán el 13% dentro de dos décadas (hoy ya está cercanos al 10,8% del PIB). La tarea es abordar esa absolutamente necesaria estrategia de cambio en la financiación del sistema desde el diálogo y el acuerdo social. Una estrategia que no puede pasar por rebajar cotizaciones sino por complementar las contribuciones con nuevos ingresos procedentes del sistema tributario. Y, junto a ello, diseñar el factor de sostenibilidad previsto ya en la reforma de 2011.
Lo que sería un error imperdonable es ponerse a esperar a que el tamaño del Fondo se reduzca hasta su desaparición y que la reforma tenga que pasar por un ajuste en la cuantía de las pensiones, las nuevas y las actuales. Gastar dentro de 30 años el 13 o el 14% de nuestro PIB en pensiones no es una tarea inabordable. Eso es lo que hoy ya gastan países como Italia, Francia o Alemania. Claro que el esfuerzo tiene que ser mayor que el que hoy realizamos porque será mayor la población a la que hay que atender durante su jubilación. Lo que necesitamos es financiar ese mayor esfuerzo con impuestos, no pretender abordar una rebaja en las cotizaciones sociales cuando ni siquiera pueden soportar el nivel de gasto.